La del Dos de Picas

Letras que coinciden, que crean, que llegan a donde se pueda…


La Dama Blanca

Este es el cuento con el que gané la edición de «Invierno» del certamen Relatos Cortos «Vence el encierro, Mi México de ayer». Uno de los premios que obtuve ahí fue lo que le dio identidad a este humilde blog. 🙂

La primera vez que vi a La Dama Blanca fue cuando tenía diez años. Me había perdido en la montaña; lloraba desconsolado cobijado bajo un árbol. A pesar de que mis padres me habían advertido que no me alejara del grupo de exploración, decidí perseguir a un teporingo por la ladera y ya no supe cómo regresar. 

Ahí estaba yo, moqueando de tristeza y de frío, dándole vueltas al constante pensamiento de que moriría ahí y no me encontrarían nunca jamás en esa montaña, cuando el lento susurro de unos pasos me distrajo de mi penar. Me limpié la cara con la manga, y vi que se aproximaba una figura blanca y deslumbrante. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, pude apreciar que se trataba de una mujer hecha de nieve, con un hermoso huipil, huaraches y un pequeño tocado de plumas decorando el peinado que llevaba. Se detuvo a unos cuantos pasos, y comenzó a hacerme señas para que la siguiera. No sé si fue el entumecimiento o la extraña paz que me invadió en cuanto se acercó, pero me levanté y emprendí el camino que ella me mostraba. Caminamos juntos un buen trecho; yo intentaba seguirle el paso. Luego se detuvo abruptamente, y me señaló una cabaña que estaba a unos metros. Recuerdo que estaba tiritando, abrazándome para intentar darme calor y con la mirada en el suelo para no tropezarme, por esto vi que la Dama Blanca se había detenido justo donde la nieve se convertía en hojarasca. Le agradecí que me llevara, y cuando pasé junto a ella, sin querer rocé una de sus manos con mi chamarra. Inmediatamente me invadió un escozor helado, como si miles de agujas se estuvieran incrustando en mi brazo. Grité, y ella, veloz, se retiró de mi alcance hasta desaparecer en el bosque. Varios guardabosques salieron al escuchar mis gritos y me llevaron al punto de atención médica más cercano. Ahí me atendieron por hipotermia, y nadie creyó mi historia, ni siquiera mis padres cuando nos reunimos. Sin embargo, nunca pude olvidarla.

Años más tarde, me mudé a la ciudad asentada a las faldas de esa montaña. Ahí descubrí que no era una montaña, sino un volcán extinto que, acompañado por otro activo, convertía el paisaje en una maravillosa y peligrosa zona. Me convertí en instructor alpinista; ayudaba a los visitantes a escalar el volcán de manera segura. Varias veces al año, si el volcán activo lo permitía, realizaba ascensos ya fuera solo o en grupo, pero sólo me encontraba a la Dama Blanca durante los meses de invierno. Nunca volvió a acercarse a mí, pero siempre me devolvió el saludo y la sonrisa.

Con el pasar de las décadas, los habitantes nos fuimos enfrentando a muchos problemas, como la escasez de agua derivada del cambio climático y la imparable violencia del país. Esta última fue la que más nos afectó, ya que, al haber tantos criminales asaltando, violando y asesinando a los turistas del lugar, el número de visitantes decreció de manera abismal y nos perjudicó económicamente. Hicimos cuanto pudimos: delimitamos rutas seguras, identificamos los albergues y puntos de apoyo que habían sido vandalizados y desmantelados, creamos e instruimos un grupo de seguridad que nos protegiera estando en los volcanes. 

Y así, intentando resolver algunos problemas, el tiempo se nos fue, y de pronto, un invierno nos sorprendió sin aquel frío que calaba los huesos y hacía tiritar el alma. Se rumoraba que el glaciar de la cumbre del volcán había desaparecido, que no quedaba nada. Se me hizo un nudo en la garganta; preparé mis cosas y emprendí el ascenso a la cumbre.

Cuando llegué ahí, no había nada más que hojarasca. Busqué a la Dama Blanca por todas partes; la encontré al atardecer, apoyada en una roca donde se veía una placa de metal. Lucía extenuada, encorvada sobre sí misma, dejando diminutas gotas de escarcha que se deshacían de inmediato. Corrí hacía ella e impedí que se diera de bruces contra el suelo, y esperé la horrible sensación que había sentido de niño cuando accidentalmente la rocé, pero no llegó nada, sólo un poco de humedad. Ella me tomó de la mejilla, intentando limpiar las lágrimas que me corrían por la cara.

—Iztaccíhuatl…

En cuanto pronuncié su nombre, cerró los ojos, y toda la nieve, la magia, la esencia que la constituía se evaporó entre mis brazos. Al alzar la mirada para clamar al cielo, este fue el mensaje que leí en la placa:   

“A las generaciones futuras:

Aquí existió el glaciar Ayoloco y retrocedió hasta desaparecer en 2018. En las próximas décadas los glaciares mexicanos desaparecerán irremediablemente. Esta placa es para dejar constancia de que sabíamos lo que estaba sucediendo y lo que era necesario hacer. Sólo ustedes sabrán si lo hicimos.”



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acerca de mí…

Mercenaria de historias y rescatista de letras perdidas, huérfanas, abandonadas o vituperadas. Frase favorita: «No olvides que en la vida impera la alternancia». O, en otras palabras, «unas veces laureada, otras la gata bajo la lluvia».

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